Un proceso depresivo, o ansioso, o “loquesea”, puede concurrir con el abandono de actividades habituales, con la minimización del entorno social (aislamiento), con la evitación de compromisos y responsabilidades (con nosotros mismos y con los demás), con la falta de perspectiva más allá del corto plazo…
Según se avanza en el proceso psicoterapéutico y se producen mejorías, aparecen las tan anheladas ilusiones y motivaciones, los proyectos, los deseos. Y quien pide ayuda puede llegar a evidenciar algo que desconocía o prefería soslayar: no le gusta su trabajo, no le gusta su forma de vida, no le gustan sus amigos, etc. Su vida no se corresponde con lo que desea y/o le hace feliz (incluso pudo desencadenar su malestar), y la nueva perspectiva, tanto si se dirige al dolente mantenimiento de lo que se tiene como si se enfoca hacia el cambio, produce congoja.
El psicólogo debe ser consciente de esta posibilidad e intentar adelantarse a la situación, que por suerte no es universal. Al recobrar el bienestar emocional y aumentar la resiliencia, la persona puede verse impelida a enfrentarse a decisiones duras, en ocasiones las más difíciles e importantes de su vida. Y el psicólogo ha de estar a la altura para ofrecer la ayuda que se necesita.
El entorno al que nos hemos adaptado por inercia puede no ser el adecuado para procurarnos el equilibrio y el bienestar que necesitamos y, aún con el miedo que provoca el cambio, es fácil que queramos darle a nuestra vida el sentido que sabemos que puede tener.
Por suerte, a vivir bien se aprende. Y todos somos capaces.