La utilidad de la psicología para paliar el sufrimiento, aún encontrándose sobradamente demostrada, suele ser menos conocida y aceptada de lo que se divulga socialmente o queremos pensar los psicólogos.
Hemos aprendido desde pequeñitos que, cuando nos encontramos mal, debemos acudir a una persona, el médico, que va a saber casi de inmediato lo que nos ocurre, nos lo va a explicar, y nos va a dar un remedio para solucionarlo. A veces puede tardar unos días por precisar alguna prueba analítica o radiológica, pero este paso reafirma nuestra confianza en el proceso y en el profesional que nos atiende.
Es cómodo, basta con tomar ciertos medicamentos durante un tiempo pautado, nos sentimos aliviados de inmediatoy, además, podemos comentar nuestra situación abiertamente, porque todos a nuestro alrededor nos comprenden y han sufrido algo similar o lo conocen.
Pero lo cierto es que nos estamos negando a aceptar la evidencia: antibióticos, antipiréticos, antihistamínicos y analgésicos conforman la casi totalidad de los fármacos en los que confiamos para mantener nuestra salud en forma (tema aparte sería el de las afecciones graves o las intervenciones quirúrgicas, entre otros casos).
¿Qué ocurre cuando estamos nerviosos o el miedo nos paraliza; cuando percibimos nuestra vida vacía e insulsa; cuando dejamos pasar los días sin motivaciones ni ilusiones…?, ¿y cuando nos aquejan molestias sin causa orgánica subyacente; o cuando perdemos el deseo sexual; o cuando nos cuesta conciliar o mantener un sueño reparador y placentero; o cuando perdemos el apetito o, por contra, abusamos de la comida…?
Quienes habrían de ser nuestros salvadores nos dicen que nos tranquilicemos, que nos demos un tiempo, que no nos pasa nada, que es ansiedad… A lo sumo nos prescriben antidepresivos o ansiolíticos. Y vivimos la sensación de que se nos ha hundido el mundo, de que no estar enfermos según la medicina oficial supone que somos débiles y sufrimos sin motivos.
La opción de acudir al psicólogo la mantenemos voluntariamente alejada, porque entendemos que debemos ser fuertes y luchar, mostrando con ello una actitud que más que beneficiarnos puede resultarnos contraproducente.
Y surge el escepticismo: ¿acaso vamos a curarnos hablando?, ¿qué vamos a contarle al psicólogo, que no es más que un extraño?, ¿va a saber él lo que nos pasa mejor que nosotros mismos?, ¿no están los psicólogos para atender a “los locos”?, ¿en qué van a poder ayudarnos si “somos así” y ya no vamos a cambiar?, ¿deberíamos echarle un poco más de fuerza de voluntad y dejarnos de pensar en tonterías?, etc.
«¿Acaso vamos a curarnos hablando? ¿qué vamos a contarle al psicólogo?”
Todas y cada una de esas preguntas tienen respuesta, y el escepticismo es comprensible, porque se nos ha educado dentro de esquemas rígidos que no nos cuestionamos pero que en la actualidad se demuestran inútiles. Antaño nos mataba un virus que ya no existe, y hoy en día nos “mata en vida” la lacra del sentimiento de soledad, por poner tan sólo un ejemplo.
Las reticencias hacia la psicoterapia no se eliminan con la literatura científica que demuestra su eficacia y efectividad, y todavía es habitual escuchar cosas como: “yo no creo en la psicología”.
Quien suscribe estas líneas tampoco cree en la psicología, porque los resultados de la psicología aplicada “se saben”, y no dependen de “cuestiones de fe o de credulidad”, ni se basan en la utilización de la supuesta “influenciabilidad” de ciertas personas.
Si se encuentra mal sin causa orgánica de base, no lo dude y elija un buen psicólogo, cómprele sus servicios y exíjale que le demuestre la utilidad de la práctica psicológica en su caso concreto, particularizada en usted como individuo único, diferente, e irrepetible.